El Cristo de los mineros del Valle de Laciana
- Antonio López Díaz
- Apr 2
- 6 min read
La noche del viernes santo, una humilde procesión recorre las calles de Caboalles de Abajo en el Valle de Laciana donde decenas de mineros continúan llevando a su Cristo e iluminando su recorrido con las lámparas de los cascos que les guiaron antiguamente por las galerías de unas minas que ya no existen.

La noche acaba de hacerse en el leonés Valle de Laciana. El día ha alternado lluvia con nieve, frío de invierno en calendario de primavera. El estruendoso y prolongado sonido de una sirena empapa las nubes en Caboalles de Abajo. Suenan los tambores y las trompetas. Los mineros aguardan enfundados en sus monos de trabajo y coronados con sus cascos blancos, impolutos, vírgenes de polvo de carbón. Reconocen el sonido que durante años les marcaba el momento de sumergirse, o salir, en las entrañas de la tierra. Arrancan a andar al unísono, con paso firme adentrándose con las luces de sus cascos encendidas, esta vez en la iglesia, tras la banda de música, para buscar a su Cristo, el de los mineros.
Durante demasiadas décadas del siglo pasado, los mineros lidiaban su faena a pecho descubierto. Los abusos del patrón y el hambre les empujaba a un oscuro ruedo de arena espesa donde el único inspector de riesgos laborales al que agarrarse fue su Cristo. El trabajo de minero tiene un alto componente de suerte, cuando no pueden controlarlo se agarran a lo divino. En 1970 los mineros del Valle decidieron agradecer a su protector tan ardua tarea y lo hicieron como se agradecen las cosas entre la gente del norte, sin demasiado ruido.
La procesión es humilde, como sus protagonistas. Los valientes hombres que se saben vulnerables enterrados diariamente bajo toneladas de tierra y minerales y resucitados tras la jornada laboral al abrirse la jaula en la superficie para ver la luz del cielo y agradecer a su Cristo seguir con vida.
Su Cristo es pequeño, los individuos grandes se moverían torpemente por las enjutas galerías. El paso es también pequeño. La imagen descansa sobre una estructura metálica, cómoda y relativamente liviana para las espaldas que ya llevaron durante años su propia cruz. La estructura anterior era de madera, había que renovarla de cuando en cuando y bastante les había traicionado ya ese material en las antiguas galerías.
El carbón regó de dinero el Valle y en los años sesenta construyeron una nueva iglesia de ladrillo junto a la antigua de piedra, anticipando como una bola de cristal los cambios que se les avecinaban a los mineros, a los que habría que adaptarse con resignación para quedar apartados de su tarea, como la iglesia de piedra. El domingo de Ramos los mineros sacan al Cristo de su capilla y lo dejan en esta iglesia nueva hasta el viernes santo. Es entonces cuando la procesión parte en dirección a la capilla del cristo, pasa por el monumento a los caídos en accidentes mineros donde se deposita una corona en memoria de los fallecidos. Al pasar junto al castillete del Pozo María la sirena suena de nuevo. La comitiva continúa a la capilla de San Roque y vuelta a la iglesia donde se encuentra el Cristo de los mineros con la Virgen de la Dolorosa, que se sumó a la procesión hace unos años, y que es portada por las mujeres de Caboalles.
Una hora antes de que sonara la sirena, los mineros se citaron en la cofradía. De los 28 solo hay dos jóvenes que aun trabajan en la mina, en Cerredo. Lo hacen como emigrantes en un valle vecino de otra comunidad autónoma. Cada cual lleva su mono de trabajo. La mayoría se quejan de la rapidez con la que encoge su indumentaria año tras año y se turnan el sacabocados para taladrar un agujero más en el cinturón, que les recuerda, como los anillos de los árboles, los años pasados y que la vida en la superficie también desgasta, pero a lo ancho.
Este año la banda de música de la cofradía cumple 50 años, medio siglo acompañando a los mineros en su paseo al Cristo. La procesión es anterior, de 1970, cuando se fundó la cofradía de los mineros. La intención, aparte de procesionar y pedir protección, era ayudar a los compañeros más desfavorecidos.
Leandro es el maestro de ceremonias, un minero elegido por sus compañeros para desempeñar esta tarea. Hace 20 días sufrió un ictus y está aún convaleciente. No sabe si su cabeza soportará el estruendo de la música dentro de la Iglesia, pero está aquí cumpliendo porque los mineros son una familia que nunca se abandona. El oficio de minero puede ser difícilmente comprendido para quien no ha vivido cerca del pozo. La mina inunda todo, también en la superficie. La vida de estos valles ha transcurrido por y para la mina.
Leandro, de niño, iba a ver cómo funcionaban las máquinas, como bajaban los vagones, la salida de los turnos. Tal era su pasión por la mina que con catorce años fue a pedir trabajo de espaldas a sus padres. No lo admitieron hasta los dieciséis, de ahí hasta la jubilación hace quince años porque la mina cerró. “Fui feliz en la mina, porque fui por vocación, nadie me obligó” comenta Leandro. “Si no hubieran cerrado, yo seguiría, me encuentro con fuerzas y ganas, volvería con los ojos cerrados, sin dudarlo”.
La mina te escoge a ti, pero no todo el mundo vale. Leonardo asegura que cada trabajo tiene sus cosas y que aquí tienes que saber manejar tus miedos, convivir con el accidente. Él ha tenido varios. “Me he reventado un brazo, ocurrió cuatro meses antes de jubilarme. Tengo todos los dedos de las manos rotos de diferentes accidentes” asegura el minero sin darle importancia. “Como yo, casi todos. El que no tuvo accidentes graves es igual, porque la mina te come, te come la humedad, el polvo te come los pulmones. Lo aceptas porque va unido a este trabajo, el que no está preparado para ello no lo soporta y se va, es así y se acepta, no pasa nada”
Leandro sufrió el accidente más grave siete años antes de jubilarse. Se derramó el carbón y quedó enterrado, casi muere aplastado, pero los compañeros le sacaron. “He sacado compañeros muertos de la mina, esto es así, a todos nos ha tocado. Debe ser como los soldados en la guerra, algo inherente a nuestra profesión. Enterrar a un compañero te marca, es durísimo, pero no hemos tenido miedo a volver, es una relación extraña para quien nunca ha estado, de amor odio”.
Los hombres levantan el paso y lo mecen al ritmo de los tambores y las cornetas. Este año, al salir de la Iglesia se encontraron la lluvia, tal y como cuando ocurría en su vida en activo al abrirse la jaula y ver cómo había cambiado la climatología desde que se sumergieron en la tierra. El recorrido es breve, un giro en la plaza y entrar de nuevo en la iglesia para preservar las tallas, como en tantas procesiones de esta Semana Santa. Los pasos del Cristo de los Mineros y la Virgen de la Dolorosa realizan frente al altar el encuentro de la madre con su hijo clavado en la cruz.
La procesión ha terminado antes de tiempo, como la vida laboral de la mayoría de estos hombres, jubilados antes de tiempo por el desuso del carbón y las normativas europeas. Pero como decíamos antes, los mineros nunca se abandonan, y tras posar a su Cristo en la iglesia, todo el grupo regresa a la lluvia y desordenados, a ritmo de legionarios, cruzan el pueblo para ofrecer la corona de homenaje a sus dos compañeros fallecidos este año, en el monumento al minero de la localidad. La mina ya no mata en el campo de batalla, pero sus secuelas arrebatan hoy la vida de los heridos. En ese momento la sirena vuelve a sonar para hacer partícipe a todo el pueblo de que los mineros han cumplido una jornada más con su tarea. Si el año que viene se cumple lo previsto, la procesión entrará en la mina María, como hacia antaño, si la lluvia lo permite.












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